Los caminos que se pierden por el interior del inmenso territorio conquense son hollados cada vez por menos personas. Los indígenas de los lugares por aquí repartidos disminuyen en proporción directa al aumento de comodidades y servicios en el resto del país, mientras que los visitantes del género turistas escasean tanto que, en realidad, forman un grupo prácticamente desconocido. Sólo algún que otro audaz aventurero, amante de lo desconocido y amigo de las soledades, se atreve a ratos perdidos a explorar estos caminos, sin nombre ni número, cuyo simple acceso, desde la carretera nacional de turno, ya es un aviso cierto de lo que viene detrás. Véase, si no, y como ejemplo, éste que surge entre los baños de Valdeganga y el puente del Castellar, con un indicador en su entrada que anuncia la proximidad de La Parra de las Vegas: sus primeros quinientos metros son suficientes para espantar al atrevido desocupado que decide entretener el ocio o satisfacer íntimas curiosidades en lo que se adivina un mundo de misterios casi virginales.
Luego, la
ruta discurre por páramos de variada configuración, en que se alternan los
inevitables campos ocupados por el prolífico girasol con otros abandonados al
monte bajo y el matorral, sin que falte alguna sombra boscosa en estos últimos
bastiones de la Serranía, que desciende
apresuradamente hacia los niveles manchegos. Solo por milagro se cruzan dos
coches en algún punto de este camino y es que raras son las necesidades de
desplazamiento de los habitantes de estos lugares y más rara aún las aficiones
exploradoras en un mundo en que suele primar la gregaria adicción a lo
conocido, que es, además, síntoma de presencia de abigarrada multitud. Nada de
eso hay por estos caminos que han quedado marginados del devenir normal del
mundo y sus gentes.
Es así cómo,
prácticamente en mitad del desierto, aparece Albaladejo del Cuenca, que es
villa de antigua y noble consideración, palpable –o deducible, al menos-, tanto
en la raíz arábiga, sonora y rotunda, del hermosísimo nombre principal del
pueblo, como en la resonancia del apellido, que alude a su pertenencia a un
conde. Los de Santa Coloma y Cifuentes señorearon el lugar, pero eso fue ya en
época reciente, casi contemporánea, por lo que no parece probable que el
apelativo se refiera a éstos, sino a algún otro, anclado en los briosos tiempos
medievales de horca, cuchillo y pernada, en que verdaderamente merecía la pena
ser conde, duque o marqués, conceptos hoy tan devaluados y descoloridos.
En lo alto del cerro, la antigua iglesia se arruina poco a poco |
Cualquiera
que fuese el conde en cuestión, cuya anónima distinción pasó a incorporarse al
nombre del pueblo, sorprende la pervivencia del arcaísmo “cuende”, que aparece
ya en las primeras menciones del lugar y que se ha mantenido incólume a lo
largo de los siglos, hasta nuestros días, insensible a la amplia serie de
mutaciones que han sufrido los topónimos de los pueblos conquenses. Albaladejo
arracima sus escasas viviendas a lo largo y alto de una pequeña colina, tan
pequeña que incluso parece exagerado darle este nombre, a pesar de que a Madoz
le pareció que la iglesia estaba “colocada en la cima de un cerro bastante
elevado”. La realidad es que la elevación es mínima y que si da la impresión de
ser superior es, precisamente, por la presencia de la iglesia en lo más alto,
de una volumetría tan desmesurada que contrasta con las proporciones mínimas de
los edificios que se alinean a sus pies.
Pero este
voluminoso templo, dedicado a la Asunción de la Virgen, es sólo fachada,
paredes, apariencia, diseño sobre el horizonte, símbolo del pasado, generosa
donación quizá de uno de los señores de la villa. Cuando se asciende al fin
hasta la cumbre del cerro y se cruza la fachada sin puerta, lo que aparece es
la desolación, la ruina, el abandono, la techumbre inexistente, las hornacinas
vacías, los yerbajos trepando sobre los escombros.
Pero mientras
el viejo armatoste que fue casa de Dios se va derrumbando progresivamente, en
los aledaños del pueblo, como a un tiro de piedra del brazo de un buen pastor,
que diría un clásico, se mantiene lozana la ermita de la Virgen de las Nieves,
desproporcionada también, en sus dimensiones,
con lo que es usual en estos recintos, por lo común diminutos, capaces
apenas de albergar una imagen y poco más. No es éste el caso, sino que nos
encontramos ante un verdadero templo, de sencillísima obra popular, en el que
destaca una tan espléndida portada, que solo por contemplarla en vivo merece la
pena el paseo hasta Albaladejo. Sólo la espadaña, de ladrillo, contrasta en el
conjunto, al que seguramente se incorporó en época moderna, sustituyendo a la
original que debió seguir el destino de ruina que acongoja a tantos bellos
rincones de nuestra tierra.
La ermita de la Virgen de las Nieves, un lugar espléndido |
En estos parajes que fueron señorío condal,
sobre los que planea la sombra de unos sentimientos anclados en cultos mágicos,
donde el silencio y la soledad encuentran generoso cobijo, es lógico que
pervivan costumbres ancestrales. Aquí el carnaval no es desvergüenza callejera,
sino peregrinación de ánimas, y aunque ambas caras forman esta moneda hoy tan
devaluada, en Albaladejo han encontrado un estilo intermedio, purificado en los dos siglos y medio últimos,
tiempo del que hay constancia de la celebración de la fiesta. El tambor es el
protagonista incesante de la jornada, compañero de las dos cofradías de
ranreros que, vestidos de osos y con las caras pintadas, ejecutan
parsimoniosamente su papel, y buscan limosnas en beneficio de las ánimas
benditas. Es una curiosa historia y una no menos curiosa fiesta, más digna de ser
vista que contada, suficiente pretexto para abandonar al menos por un día el
cómodo asfalto principal para internarse en las olvidadas tierras del interior.
Cómo
llegar
Desde Cuenca hay que tomar la N-420 en dirección a la Mancha.
Al pasar los Baños de Valdeganga sale a la izquierda la carretera provincial
CUV 7131 en dirección a La Parra de las Vegas, que hay que cruzar siguiendo
adelante. El siguiente pueblo es Albaladejo del Cuende.