Casi todos los castillos que hay a nuestro alcance inmediato carecen de nombre propio, siendo conocidos por el del lugar en que se encuentran, sin mayores concreciones. No es justo: un castillo es elemento tan noble, tan singular, tan destacado, que merece siempre, en todo momento, un título específico que lo singularice, como ocurre con las iglesias, que no se conforman con decir dónde se encuentran, sino que necesitan tener un patronímico que las distinga.
Pocos castillos en Cuenca tienen nombre
propio. El de Beteta, sí. Rochafrida es su título, dicho así, en grafía y
sonido medievalizantes que traen hasta nosotros resonancias de romance antiguo,
de leyendas cargas de aventuras y de amores. Está, como es usual en los
castillos -no en todos, pero sí en la práctica mayoría- en lo alto de un cerro
o, por decirlo, con más precisa justeza, de un escarpe rocoso longitudinal,
cuya superficie ocupó por entero y en la que hoy se distribuyen los escasos
restos que han podido sobrevivir a sucesivos desastres, especialmente los del
tiempo, capaz de actuar de forma inmisericorde sobre cualquier objeto
construido que esté a su alcance habiendo perdido utilidad servicial. A sus
pies, la villa de Beteta sobrevive con encomiable dignidad, manteniéndose como
uno de los puntos más atractivos del espacio serrano, sin que los recuerdos de
grandezas históricas pasadas, cuando era un emporio ganadero dentro del señorío
de los Albornoz y frontera económica (ya saben: donde se pagaba el inevitable
portazgo) con el cercano reino de Aragón vengan ahora a empañar nuevos
objetivos, entre los que una sencilla corriente turística ocupa lugar
destacado.
Al castillo se puede subir por lo
derecho, desde el propio pueblo, a través de un sinuoso camino, entre cipreses
y cedros o bien por otro que permite el traslado sobre cuatro ruedas hasta
llegar al nivel donde se encuentra la fortaleza, en cuyo interior puede
penetrarse tras ir trabajosamente, no sin algo de desafío al vértigo, bordeando
la muralla exterior, en la que se aprecia perfectamente todavía el antiguo
espolón que, cual atrevida proa de un navío elevado a las alturas, desafía aún
las miradas de inexistentes enemigos que por aquí quisieran arriesgarse a su
conquista. A los pies queda la hermosa visión del conjunto humano, como se
fuera una construcción de juguete, con sus atrevidos tejados rojizos y el
perfil de la iglesia como elemento más destacado, quedando detrás la plaza
mayor, siempre sugerente, a pesar de las deformaciones bienintencionadas de la
modernización. Hacia el otro lado, mientras podemos avanzas por las
escarpaduras, desafiando el miedo o el vértigo, se adivina el audaz trazado del
Guadiela, aquí todavía recién nacido, abriéndose camino entre las poderosas montañas
serranas. Todo ello, pueblo y paisaje, hasta donde la mirada alcanza, se domina
desde el castillo -pomposo nombre que contradice la realidad visible, apenas un
montón de piedras amontonadas aquí y allí-, construido seguramente ya en
tiempos cristianos, aunque algunos optimistas empeñados en hacer retroceder la
historia más allá de lo razonable quisieran remontarla a la época musulmana.
Estas piedras que están al alcance de la vista forman parte de la estructura
exterior, los muros encargados de circundar el recinto fortificado, mientras el
interior aparece casi totalmente cubierto por las tierras que se han ido
acumulando. Con esfuerzo y algo de imaginación aún pueden verse algunas
estancias abovedadas y se aprecia el arranque de los fosos e incluso la señal
del aljibe que almacenaba el agua. Pero más allá de la realidad, de lo visto e
incluso de lo insinuado está la invencible belleza de este paraje perdido en lo
alto de un escondido rincón de la
Serranía , con sus resonancias medievales y los versos romanceados
que hablan de amores imposibles y de batallas legendarias, en una invitación
permanente. Aunque lleve consigo el esfuerzo, siempre meritorio, de trepar por
breñas difíciles y sentir la caricia de los espinos.
Al castillo de Rochafrida le ha llegado
ahora una mano benefactora que se ha puesto a trabajar en el empeño de
recuperarlo, hasta donde sea posible, para que pueda recuperar algo de su
antigua vistosa presencia. La Diputación provincial lo está haciendo y es un
empeño meritorio.
Cómo llegar
En el km. 166 de la N-320 (poco después
de pasar Villar de Domingo García) nace la carretera CM 210 que, cruzando las vegas del Trabaque, el
Escabas y el Guadiela, llega hasta Beteta.
Otra
opción alternativa es, desde Cuenca, tomar la CM 2105 que pasado Huélamo se
prolonga en la CM 2016 por que, al llegar a Masegosa, continúa en la CM 2201
hasta Beteta.
Dónde comer
Casa
Tere. Camino del
Pocillo, s.n.; 969 318 079
Hermosilla.
Plaza Mayor; 969 318
072.
Dónde dormir
Hostal
Alto Guadiela. Camino
de la Dehesa, 11; 969 318 360
Apartamentos
rurales Miguel Ángel. Apartamentos
rurales. Los Periodistas, 20; 969 235 722 /650 147 647
Alojamientos
Rurales Casa
Carmen. La Cava, 15; 969
318 081 / 615 074 417
Casa
Rural Marcelina. Calle
de la Fuente, 4. 969 235 722 / 650 147 647
Apartamentos
Jano. Calle La Cruz
s.n.; 636 383 390 / 696 266 482
Apartamentos
Rubio. 659 342 024
Casa Chus. Apartamentos rurales. San Miguel, s.n.; 969
318 089 / 676 313 525
Apartamentos rurales García. Periodistas,
10; 969 318 006 / 625 031 179
Albergue Boletus. Carretera a Carrascosa
de la Sierra, km. 1,5; 665 874 683
Apartamentos María Jesús. 969 318 089
En el
término de Beteta se encuentran también El Tobar y Solán de Cabras, con notas
viajeras independientes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario