A los márgenes de esas carreteras
cada vez más en su papel transportador hacia un solo horizonte, el final, van
quedando pequeños retazos de belleza, a los que dedicar apenas un minuto -quizá
menos- de mirada transversal en el presuroso avanzar del vehículo en busca de
su destino. De manera excepcional, a veces alguien que no tiene prisa, deja que
sus ojos se detengan en el impávido reclamo que, desde el silencio y la
soledad, intenta llamar la atención de quienes pasan a su lado, indiferentes
casi siempre. Es un momento casi mágico, una victoria contra la lógica del
tiempo que nos ha tocado vivir. Merece la pena vivirlo.
La carretera es la N-420, que, dicen
los manuales carreteriles, tiene su origen en Córdoba y llega a Tarragona, sin
que se sepa de nadie, al menos en su correcto uso de razón, capaz de hacer
semejante recorrido para ir de una a otra ciudad, ambas de solera antigua y
respetable. A cambio, la larga ruta asfáltica permite la comunicación entre
otros muchos puntos intermedios y en ese deambular por los meandros de la
geografía y la historia pasa junto al convento de Santa Cruz, a la vera de
Carboneras de Guadazaón, donde se detiene hoy esta primera mirada viajera
orientada prioritariamente hacia imágenes marginales generalmente inadvertidas.
Tengo la costumbre, siempre que paso por ese
lugar, de parar unos minutos a la vera del convento; disfruto, sobre todo,
cuando lo hago acompañado de amigos desconocedores del terreno: me gusta ver su
cara de sorpresa cuando se encuentran frente a la belleza de esa delicada,
elegante, clásica portada, que sobrevive pese a todos los pesares, pues no han
sido pocos los desastres acumulados sobre tan singular edificio. Ese ejercicio,
la parada casi ritual, me la impongo como una especie de voluntaria obligación
para combatir, con unos minutos de sosiego, esa tendencia presurosa que también
me afecta, como a todos pero también para disfrutar, en esos momentos, del
reclamo, entre paisajístico y artístico, que sale a nuestro encuentro.
Nos encontramos ante un noble edificio,
iniciativa de los primeros marqueses de Moya, Andrés de Cabrera y Beatriz de
Bobadilla, diseñado por ellos no solo para el servicio inmediato como iglesia y
convento anexo, sino con el propósito de servirles de panteón definitivo en el
que conservar sus restos mortales. Así nació este complejo, al inicio del
amplio territorio del marquesado, diseñado con toda la alegre generosidad que
los nobles derrochaban entonces y que aquí tampoco regatearon. La primera
piedra se puso en 1500, con destino a los dominicos, que aquí abrieron colegio
de Gramática. El lugar fue elegido por los marqueses como cobijo definitivo de
sus restos mortales, en forma de panteón, y en él depositaron también los
famosos corporales de Daroca regalados para ellos por la reina católica. Todo
ello, y más cosas, se lo llevaron los vientos del abandono, las guerras, la
desamortización y el desinterés oficial. Menos mal que parte de las tablas de
Juan de Borgoña que formaban inicialmente el retablo del altar mayor pudieron
ser trasladadas a la catedral de Cuenca, donde siguen conservadas. Suerte que
acompaña igualmente al elemento que es, sin duda, el más destacado y bello de
este hermoso edificio, el único además cuya contemplación está al alcance de
las miradas: la portada, inteligentemente compuesta por un arco de medio punto
dividido en dos segmentos verticales, con arcos carpaneles y un parteluz
central para separar las puertas de entrada. Se encuentra a los pies del
templo, adornada con abundante decoración a partir de motivos vegetales que
cubren las arquivoltas y las columnas. Es, por decirlo de algún modo, un
elegante reclamo, al borde de la carretera, una invitación a detener el camino
apresurado y parar ahí mismo, unos minutos, para admirar el equilibrio, la
delicadeza, la armonía, que desde los remotos tiempos clásicos nos llama
a estos otros, los nuestros, con un mensaje que tiene que ver, sobre todo, con
la belleza capaz de sobrevivir a todos los desastres. Integrada en el estilo
gótico-isabelino o florido que propició la reina Isabel, en el remate superior
se encuentran los escudos de los marqueses de Moya, labrados en piedra.
De esos desastres producidos por el tiempo
y la incultura más vale no decir nada que no se sepa sobradamente. En 1981 le
otorgaron el título solemne de monumento nacional, que no sirve para nada, como
demuestra la cotidiana experiencia, pero es como un sello de calidad encaminado
a ratificar que el Estado sabe de la existencia de tan preciosa obra de arte.
El convento de Santa Cruz, en Carboneras de Guadazaón, sobrevive a ese rigor de
las nuevas comunicaciones, al menos en una carretera nacional, como muestra del
buen gusto de quienes realizaron el trazado, haciéndolo pasar junto a este
venerable resto, desdichadamente más deteriorado de lo que fuera deseable, sin
que las supuestas bendiciones derivadas de su condición de monumento nacional
hayan servido, en la práctica, para algo más que mantener precariamente en pie
el sector del complejo correspondiente a la iglesia, porque de lo que fue
propiamente espacio conventual apenas si quedan unos fragmentos de paredes,
convertido el resto en almacenes agropecuarios. La fortuna, sin embargo, aliada
con un singular destino protector que, frente a la desidia de los humanos,
cuida de estos bienes tan delicados, ha permitido que nuestros ojos puedan
contemplar todavía la infinita belleza que ofrece la singular portada, un
excelente ejemplo del último periodo del gótico español, en su vertiente
influida por el gusto de la reina Isabel. Hay aquí, además, un fragmento
riquísimo de nuestra propia historia local, la más cercana a nosotros, aunque
sea apenas un punto insignificante en esa otra historia enorme en la que Cuenca
es sólo una migaja, quizá una nota a pie de página.
Soñaba un lejanísimo día
Carlos de la Rica que en algún momento podría escribirse la gran
crónica de la recuperación del convento: “El templo se eleva, se
apuntalan paredes, se recupera una joya, lucen armoniosos los trazos góticos,
los yesos barrocos…” [Diario de Cuenca, 12-08-1977]. Se murió el cura
poeta y no pudo vivir esa jornada de gloria en que se imaginó protagonizando la
gran ceremonia del regreso a la abandonada iglesia conventual que solo ahora,
de manera esporádica, conoce los beneficios de una parsimoniosa restauración.
El interior del templo se puede contemplar haciendo una llamada al Ayuntamiento
de Carboneras de Guadazaón, desde donde avisarán a la persona encargada de
traer las llaves y abrir las puertas. Al traspasarlas, nos encontraremos con
una iglesia totalmente desprovista de ornamentos y mobiliario, con señales de
algunas reparaciones recientes que intentan detener el avance del deterioro.
Tiene planta de cruz latina, con una sola nave cubierta con magnífica
bóveda de crucería del gótico tardío y ábside plano, todo ello del primer tercio
del siglo XVI, mientras que los cuatro tramos de la nave corresponden a una
reforma realizada en el XVIII.
En cuanto
a las sepulturas iniciales de los marqueses de Moya, se encontraban al pie del
altar mayor de la iglesia, sin especiales alardes monumentales (eran solo dos
sencillas lápidas) donde pudieron descansar durante cuatro siglos, hasta que en
1936 se produjo la desdicha de su destrucción, junto con la profanación de las
tumbas y la práctica desaparición de los restos. Cuenta el sacerdote Domingo
Muelas, que fue párroco de Carboneras, que él mismo se encargó de recuperar
algunos fragmentos de los cuerpos, limpiando con sus manos lo que pudo de las
tumbas, que fueron finalmente restauradas en 1955 y ahí vuelven a estar,
sencillas, humildes, guardando para siempre a quienes fueron poderosísimos
señores en el seno de la monarquía católica.
Cómo llegar
Carboneras
de Guazadón se encuentra en la intersección de las carreteras N-420
(Cuenca-Teruel), y Utiel-Carboneras de Guadazaón, en el kilómetro 470 de
la primera de ellas.
También se puede ir en tren, un regional incómodo y lento, con salida desde la
estación de Cuenca diariamente a las 9,18, 15,37, 17,40 y 19,21.
Comer y dormir
El
Surtidor. Carretera Cuenca-Teruel (Estación de Servicio). 969 341 775.
La
Piscina. Calle San Roque, s.n.; 969 142 020
Hostal
Cabañas. Carretera de Camporrobles, 75; 969 341 775; 618 772
326.
Campoamor. Casa
rural. 620 056 775; 609 223 939
El
Mirador de Carboneras. Apartamentos turísticos. 615 612 257.
Home
Nature, casa rural. Cervantes, 54; 969 341 869; 652 027 395.
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