Quizá el detalle, anecdótico
desde luego pero llamativo a simple vista en el conjunto de las torcas de
Palancares sea la extraordinaria habilidad puesta en juego por el autor de esta
maravilla para conseguir una casi perfecta línea circular marcando el perímetro
de cada una de estas grandes hondonadas, como si hubiera tenido al alcance de
la mano un ajustado compás con el que trazar la línea definitoria. Por el
contrario, sólo la casualidad, resultado de la conjunción de diversas fuerzas
naturales confluyendo al unísono, explica lo sucedido, en un trabajoso proceso
desarrollado durante cientos de años, hasta llegar a la culminación feliz: el
nacimiento de una torca.
Pues todo aquí es natural, sin misterios ni explicaciones esotéricas, aunque
algunos de los nombres asignados a estas formaciones intenten invitar a la expresión
de leyendas capaces de sugerir historias e incluso aventuras envueltas en
hondos misterios. Esa Torca del Lobo, la mayor de todas, tanto
en superficie como en profundidad, ¿qué puede sugerir? Habría por aquí, dirán
los soñadores, algún ejemplar de ese hermoso carnívoro, cuyo solo nombre aún
suele provocar el terror en las mentes infantiles. Y la Torca de la
Novia ¿será verdad que en ella se arrojó una hermosa joven, aún
vestida de blanco, desengañada antes de llegar a dar ni siquiera un paso en su
nueva situación social? Hay aquí, en este ámbito habitualmente silencioso, una
sombra acogedora, llena de insinuaciones y alusiones, que vienen a humanizar el
entorno natural, rocas y árboles, profundidades rocosas y minerales al alcance
de la mano, dotándolo de contenido vital, aunque sea bajo la envoltura
legendaria.
La formación de las torcas, un fenómeno durante mucho tiempo considerado
incomprensible, responde no obstante a un proceso bastante bien conocido ya. El
primer factor es el terreno, material calizo formado durante el cretácico
superior y por ello fácilmente atacable por el agua, solo que en este caso es
subterránea, ríos ocultos a la vista que van trabajando pacientemente para
hacer rozas y diluir el material rocoso hasta que, de manera inesperada, se
produce el hundimiento del terreno, allá donde falla el soporte. Es un proceso
permanente: aún hoy, en este mundo tecnológico donde todo parece controlado, se
abren torcas y se amplían las existentes. Y que se prolonga, a pocos metros, en
la paramera de Tierra Muerta, separada de las Torcas por una gran depresión
conocida como El Sumidero y de formación más moderna, pues sus
materiales corresponden al jurásico. Es, en definitiva, una explosión del
proceso cárstico, esa locura impagable de formas, tonos y colores favorecidos
por el soporte calcáreo, que se presta a la expansión infatigable de maravillas
naturales.
Pero no
centremos la atención exclusivamente en admirar las formaciones rocosas, cuya
distribución y estructuras podrían parecer suficientes para entretener un largo
paseo. Aquí se respira vida y la vida aletea, aunque se esconda en algunas
ocasiones. No lo hace la vegetación, perfectamente desplegada a la vista de
todos. Las torcas están inmersas en un espléndido, enorme pinar, con el pinus
nigra como especie dominante mientras que en Tierra Muerta se conserva
uno de los más completos bosques de sabina albar de toda la
Serranía conquense, y no solo basta con las alusiones genéricas sino que
también se pueden individualizar, con nombres concretos a los que ir a buscar y
contemplar.
Así, el Pino Abuelo, el Pino
Candelabro, la Sabina Retratá, la
Sabina de la Majada del Churro y muchos elementos más, debidamente
señalizados e identificados. Por debajo, en el sotobosque, hay espinos y
avellanos y en las temibles paredes rocosas de las torcas, de asombrosa
verticalidad, un generoso despliegue de plantas rupícolas crecen al amparo de
la libertad natural.
Entre ellas, si hay suerte, podemos ver nidos de águila real y de halcones,
apreciaremos el vuelo de hermosas mariposas (la graellsia isabelae es
la reina) y el sordo rumor nocturno de los murciélagos. Esto es, la naturaleza
en todo su esplendor. Potencia, delicadeza, equilibrio. Todo ello en el seno
del monte público Palancares de Torre Pineda, propiedad de la
Ciudad de Cuenca.
[Palancares y Tierra Muerta fue
declarado Monumento Natural de Castilla-La Mancha por Decreto 2/2001, de
16-01-2001, de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha]
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